Adriano, uno de los emperadores de origen hispano (nació en
Itálica, cerca de Sevilla), pasó a la historia como el emperador bajo el cual el Imperio llegó a su clímax, a su
máxima expansión (fue el sucesor de
Trajano). Pero también fue conocido como el emperador enamorado de Grecia y como la máxima expresión del
amor homosexual, ya que llegó a ordenar
que se honrara como a un dios a su difunto amante, el joven
Antinoo.
Hay mucha literatura sobre cómo el emperador conoció a su
jovencísimo amante (aunque su relación
duró hasta que
Antinoo tuvo 20 años, en su origen fue una relación
pederasta), pero lo más importante, en lo que nos concierne, es que tras la trágica muerte de su amante (murió ahogado en una
crecida del Nilo)
Adriano le lloró tanto que mandó edificar una ciudad en el lugar del trágico accidente (
Antinoópolis) y ordenó que por todo el Imperio se le rindiera culto como a un
héroe, no faltando quienes piensan que llegó incluso a intentar incluirlo en el
panteón romano, con categoría de dios.
Sea como fuere, lo cierto es que
Antinoo es el personaje humano más representado en la estatuaria romana clásica, encontrando esculturas que lo glorifican en todos los rincones del Imperio, desde
Hispania hasta Egipto, asociando su imagen al culto a
Apolo,
Dionisos o
Osiris. Esta proliferación de imágenes dio lugar también, con los siglos, a la identificación de
Antinoo con el ideal de belleza clásica, lo que llevaría a
artistas de todos los tiempos a representarlo en sus obras.
Ya hemos visto en clase de
Fundamentos del arte y en
Hª de España que Roma, ese pueblo brutote, avasallador y orgulloso,
cayó a los pies de la cultura griega abrumada por su cultura, sus manifestaciones artísticas y sus concepciones estéticas. De hecho, hay quienes consideramos que el
arte romano es algo más que un híbrido de sus raíces
etruscas y sus influencias griegas, y que bien podría entenderse como una evolución de la etapa
helenística griega.
La admiración por todo lo griego fue
mucho más allá de la simple fascinación. Por ejemplo, en todo el Imperio romano la verdadera
koiné, la lengua de cultura y de conocimiento, no fue el latín, sino el
griego. El latín se convirtió en la lengua de la administración y de la vida cotidiana, pero la mayor parte de la
sabiduría, la
filosofía, la
historia y el
conocimiento que florecía al este de la península italiana se compilaba en griego y era frecuente que las principales familias romanas se procuraran
esclavos griegos para educar a sus hijos en la cultura helena.
En cuanto a la
homosexualidad, el pueblo romano era bastante pacato y no solían tolerarla en público. Incluso
se penaba con la muerte la homosexualidad pasiva, aunque se hacía
la vista gorda a las prácticas homosexuales si el
varón libre tomaba un papel
activo. Con el tiempo, precisamente tras la conquista del mundo griego por los romanos, estas prácticas se fueron tolerando cada vez más, e incluso en las provincias orientales se veían como naturales. Eso sí, el lesbianismo fue considerado como una degeneración, y no faltan testimonios, como el de
Séneca, que se niegan a creer, incluso, que pueda darse el sexo entre dos mujeres; o, para colmo de la hipocresía, no faltaban quienes, como el poeta hispano
Marcial, no escondieran su deleite acostándose con
críos mientras criticaban abiertamente el sexo lésbico o la homosexualidad masculina
pasiva.
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